Lucía Legaspi Bouza (As Pontes, 43 años) empezó a practicar taekuondo con seis años, y a los 13 decidió que ese era su deporte: «Me enganché, sobre todo a la competición… a mí me gustaba el combate». La dos veces campeona de España júnior y «unas cuantas» de Galicia, logró una medalla de bronce en un campeonato del mundo celebrado en Barcelona (con un brazo roto desde el primer combate) y otra en un europeo en Zagreb.

«Fue una adolescencia totalmente condicionada por el deporte, con temporadas en el CAR [Centro de Alto Rendimiento] de San Cugat. Eran otros tiempos, con 13, 14 o 15 años por el mundo adelante, sin teléfono móvil. A mí y a los compañeros nos dio la oportunidad de salir de aquí, visitar muchos países… la experiencia fue muy buena», resume. Recuerda la dureza de los entrenamientos y los sacrificios a la hora de comer: «Siempre tenías que estar por debajo del peso de tu categoría, no es fácil no caer en algún trastorno como la bulimia o la anorexia».

Pero lo más difícil, admite, «fue dejar de hacer deporte, sobre todo dejar de competir, porque la gente se hace una idea de ti, en el instituto eres ‘la que hace deporte’, te etiquetan, y cuando lo dejas desapareces… y nadie te dice cómo tienes que encaminar tu vida; les pasa a todos los deportistas de élite».

Una cuerda «decisiva»

Dos semanas después se apuntó. «Pero no pasé la prueba física, había que subir por una cuerda y me quedé colgada como un chorizo. Yo, que había hecho deporte toda la vida», cuenta, divertida. El gimnasio —«me apunté por orgullo»— hizo que seis o siete meses después, cuando se convocó una plaza fija, trepara por la cuerda sin titubeos. Aprobó, completó la formación en la academia de A Estrada y con 27 años alcanzó la meta que ansiaba para caminar hacia su verdadero propósito vital, ser madre.

La maternidad ha sido su combate más difícil, que repetiría sin dudar: «Es más duro que el deporte de competición, mil veces más». Ambos implican renuncias, pero la maternidad «es para siempre». Y en su caso, la prueba se complicó porque sus dos hijos mayores tienen altas capacidades. «Las familias no estamos preparadas para esto, sobre todo a nivel emocional… ni los colegios, ni la sociedad. No sabes qué pasa hasta que alguien te lo dice, en nuestro caso fue la pediatra, y a partir de ahí te vas encaminando y te pones a luchar contra el sistema… No son niños entendidos, tienen necesidades específicas de apoyo educativo, sobre todo a nivel emocional, porque ellos no tienen un control en ese sentido».

LA VOZ DE GALICIA